lunes, 20 de abril de 2015

LA CIENCIA NO NECESITA METÁFORAS


Esta afirmación, que puede sonar contundente, no es más que una mistificación de otra más categórica y por ello, más certera: la ciencia difícilmente admite divulgación.

El ejemplo:
Ernesto Sábato describe en uno de sus ensayos a un físico que trata de explicar a un amigo qué es la relatividad. Empieza hablando de curvatura, tensores y geodésicas, pero se ve obligado a rebajar poco a poco el nivel del discurso para que su interlocutor entienda; al final solo quedan trenes y cronómetros. «¡Ahora sí entiendo la relatividad!», exclama, entusiasmado, el amigo. «Sí, pero ahora ya no es la relatividad», responde apesadumbrado el físico.

Si eso es así, qué potente atractivo hay tras las metáforas que aparecen como la piedra Rosetta de supuestos jeroglíficos científicos cuando, de hecho, nos alejan del significado.

El concepto:
Parece que diversas ramas de la ciencia, en especial de la física y la matemática moderna solo pueden llegar al gran público, ser comprendidas, a través de metáforas, esas ingeniosas construcciones verbales que iluminan transversalmente nuestra mente. Pero no es más que una burda leyenda urbana propagada por quienes potencian el negocio de la exegesis. Y, por bellas que sean, aunque conecten áreas distintas del cerebro, «las metáforas están condenadas a desvirtuar teorías cuya comprensión requiere años de aprendizaje». Este lamento, pronunciado por Platón (sí, ¡el conflicto tiene al menos 25 siglos!), nos remite a la raíz de la incomprensión del hecho científico.

Hay un malentendido que surge con la llamada “cultura del esfuerzo”, que no es la cultura del sufrimiento, como pretenden, sino la cultura de la evolución, del entusiasmo, la más noble forma de la energía humana.

La reflexión:
De hecho, las metáforas irrumpen en la divulgación de la ciencia cuando el público al que va dirigida quiere comprender sin aprender, llegar al conocimiento (a algún tipo de conocimiento) sin realizar el esfuerzo de internalizarlo, que es la acción necesaria, imprescindible, para cambiar, para evolucionar.
Hay que preguntarse, por tanto: si no esperamos evolucionar, ¿para qué queremos acceder al conocimiento? El recurso constante a un resorte emocional en el aprendizaje paraliza progresivamente nuestra comprensión y nos aboca a la extinción.

¿Olvidaremos que evolucionar es condición imprescindible para no desaparecer y la ciencia el instrumento necesario para progresar?