No abunda la ciencia en las portadas de los grandes medios (ni en las de los modestos). Siempre hay un hecho luctuoso, un desastre natural, una cuestión sexual, un escándalo financiero y/o deportivo capaz de arrebatar la primacía a la mejor noticia sobre ciencia. Cierto que hay un premio de consolación: el espectáculo. Cuando la ciencia se torna espectacular (grandes instalaciones, grandes efectos audiovisuales), se asegura la atención de la sociedad. Pero los presupuestos de la ciencia sólo le permiten esas victorias en contadas ocasiones. Son presupuestos que no pagan portadas, y el coste de una portada no permite correr el riesgo de recoger información “potencialmente irrelevante”.
Tal vez, la cuestión no sea la dificultad de comunicar el conocimiento científico, sino las prioridades de qué comunicar. A la luz del listado de los artículos citados en el post anterior, parece claro que no siempre la mejor ciencia y la más efectiva es la que mejor comunica, y aquí también, como en otros campos, las anécdotas tiran de todo el conjunto. Las anécdotas, sin embargo, aportan raciones escasas de conocimiento.
Apreciar una investigación científica es lo más parecido a apreciar una pieza musical del repertorio clásico: se requiere haber adquirido la cultura adecuada. De lo contrario, nos dejaremos arrastrar por la vistosidad de los decibelios e ignoraremos el mensaje del contrapunto.
Cuando se prioriza la anécdota, la metáfora, lo que queda en evidencia es la falta de cultura científica, y ese déficit no se palia, y menos corrige, a base de notas de prensa. La comunicación científica debería aportar evidencias inequívocas de que nuestra realidad individual y social es intrínsecamente deudora de la ciencia hasta las últimas consecuencias. Y puesto que esto no suele destacarse, sino todo lo contario, relativizarse, acaban aflorando conductas colectivas poco propicias a la ciencia.
Para constatar esa falta de sintonía no es necesario rebuscar en encuestas ciudadanas: hay un movimiento que seduce a un numero creciente de personas, incluidos expertos y responsables de las políticas científicas que soportamos, un movimiento que ha suprimido ya de sus discursos el término “sociedad del conocimiento” por considerarlo “desgastado”, como si se tratara de un concepto protésico, o peor, de un jingle que puede introducirse o extirparse, sin mayores consecuencias, de las mentes ciudadanas.
Desterrar la ciencia de las portadas con la excusa del coste de la irrelevancia es un error que puede costarnos muy caro, pero considerar la ciencia como un bien a soportar, caduco y sin atractivo, pasado de moda, nos aboca al abismo de la ignorancia, nos aleja del modelo de sociedad basada en el conocimiento y nos condena a una aterradora mediocridad colectiva (que hace tiempo merodea por numerosas pantallas…).