Periódicamente, los científicos lanzan mensajes, de forma colectiva, desde las tribunas que les proporcionan las organizaciones científicas, sobre la situación de la ciencia. Exponiendo quejas, proponiendo soluciones, alentando acciones. Pero esos mensajes no tienen destinatario conocido. Los políticos no comprenden el lenguaje de los científicos, y la sociedad no se ha mostrado como un intermediario cualificado para el entendimiento entre ambos. Por esta razón los mensajes que la ciencia emite con frecuencia quedan sin responder, cuando no sin acuse de recibo.
Si el mensaje de la ciencia aspira a obtener respuesta, es
decir, a generar políticas científicas
coherentes y eficaces, debe ser entregado en mano a quienes ejercen el poder.
En el parlamento, es necesaria una entidad independiente, integrada por científicos de
prestigio y capacidad comunicativa, que asesore a los parlamentarios en temas
de conocimiento, que promueva comisiones de estudio de temas científicos que
afectan a la libertad, salud, bienestar
y progreso de los ciudadanos. El parlamento debe dedicar un pleno anual a
debatir de forma global y transparente las políticas científicas y los
resultados obtenidos.
Por su parte, el Ejecutivo debe disponer de una red de
asesores científicos de proximidad, coordinados por una oficina del presidente,
que permita sentar la ciencia en cada una de las mesas en las que generen o
gestionen las políticas científicas gubernamentales.
En resumen, si los científicos, coordinados, organizados (y
qué mejor entramado que las organizaciones científicas), no abordan a los
políticos y se involucran, su clamor seguirá sonando como un grito en el
desierto.
[Interesante constatar la presencia de la ciencia en el
debate sobre el Brexit en UK: una canción triste, nada pegadiza: https://www.theguardian.com/science/political-science/2016/apr/27/if-scientists-want-to-influence-policymaking-they-need-to-understand-it]