Las organizaciones científicas suelen fácilmente acomodarse
en el papel de beneficiarias de la inversión en ciencia de las administraciones
públicas, convencidas de que su papel y vocación es convertir tales activos en
ciencia. Ciencia que, tratada adecuadamente, aportará bienestar social directa
o indirectamente.
Pero la ciencia no es una tarea minoritaria, experta o
selectiva. Es una aventura global en la que los ciudadanos se ven involucrados
de grado o por fuerza, como sujetos pasivos
y financiadores en tanto que contribuyentes, o como ciudadanos
participativos y críticos.
El adecuado desarrollo de la ciencia en el entramado social
requiere de un planteamiento global, con implicaciones en todos los estamentos
sociales. Requiere de un guión que proporcione coherencia a las iniciativas del
presente, desde los objetivos alcanzados en el pasado hasta los proyectos de
futuro, al igual que lo requieren las infraestructuras viarias o la sanidad.
Ese «guión» son las políticas científicas, cuya eficiente elaboración requiere
la implicación proactiva del conjunto social, especialmente de aquellas
interfaces entre ciencia y ciudadanía. Y eso es lo que son (o deberían llegar a
ser), precisamente, las organizaciones científicas. No solo han de producir
ciencia, que también, sino producirla como resultado de las políticas
científicas que deben colaborar (muy activamente) a generar.
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